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Domingo 28 de septiembre, Tiempo Ordinario
Jesús dijo a los fariseos: Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas.
El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado. En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: “Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan”.
“Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí”.
El rico contestó: “Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento”.
Abraham respondió: “Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen”.
“No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán”.
Pero Abraham respondió: “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán”.
Palabra del Señor
Te invitamos a meditar el Evangelio con algunas reflexiones de Fray Juan Huarte Osácar del Convento de Santo Tomás, Sevilla, España:
El problema de la pobreza y la injusticia social recorre, como uno de los temas transversales, el evangelio de Lucas. Entre otras razones, porque le preocupaba el peligro que amenazaba a algunos cristianos de finales del siglo primero: si no adinerados, sí acomodados en los confortables estándares de una vida mundana, holgada y despreocupada. De hecho, a renglón seguido de la exhortación que hace hoy Pablo a su discípulo Timoteo en la primera lectura, le da una serie de consejos referidos a los ricos sobre el buen uso de sus bienes para que puedan conseguir los bienes imperecederos de la vida eterna (1 Tm 6, 17-19).
El problema no son los ricos sino el uso indebido de las riquezas: “no podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13). El rico Epulón no es condenado por haber cometido determinadas injusticias, sino por la sencilla razón de no vivir más que para sí, por no compartir solidariamente su corazón y sus bienes con su vecino necesitado, su “prójimo”. Lo que separa al uno del otro es la puerta cerrada de la casa del rico, su actitud despiadada hacia el que mendiga en su portal, siendo así que Lázaro (significa “Dios ayuda”) es la oportunidad que le brinda el padre Abrahán para redimirse.
A los fariseos, interesados por el cuándo de la llegada del Reino, les había respondido en cierta ocasión Jesús: “el Reino de Dios ya está entre vosotros” (Lc 17,20-22). Efectivamente, la parábola es una ventana abierta a las mil oportunidades que Dios nos brinda para descubrir su presencia en el aquí y ahora de cada historia personal.
Las tres intervenciones que se suceden en el diálogo entre el rico Epulón y el padre Abrahán lo dejan bien claro: no hay salvación posible para quienes, encerrados en sí mismos, cierran también sus entrañas a quienes encuentran necesitados por el camino desentendiéndose y pasando de largo, sin la más mínima consideración y respeto hacia ellos. Los bienes recibidos o acaparados, como en el caso de Zaqueo, son para compartirlos generosamente con los empobrecidos (Lc 19,1-10). Ese es el supremo milagro que opera el evangelio en los verdaderos hijos de Abrahán.
¿A quién te pareces más en las actitudes que tomas en la vida: a Lázaro o al rico Epulón?
¿Abres los ojos, el corazón y las manos a los casos de necesidad de tus “prójimos”, los de tu entorno y vecindario?
Fuente: Dominicos.org
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