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Jueves 26 de Marzo, 2020

Reflexión para la familia en tiempos de coronavirus: Descanso después de la batalla

 


Tratado sobre la peste de San Cipriano

“En el cielo, allí es dónde nos aguarda esa paz, esta inalterable tranquilidad, esta firme, estable y perpetua seguridad. Mientras vivimos en el mundo, ¿qué no hemos visto sino una continua guerra con el demonio, defendiéndonos de sus arremetidas? Tenemos que lidiar con la avaricia, con la impureza, con la ira y con la ambición. Tenemos que vérnosla sin tregua contra todos los apetitos de carnales, contra todos los atractivos y halagos del mundo… 

Si culminamos con un vicio tenemos que enfrentar a otro. Si se da por tierra la avaricia, luego embiste la torpeza, si se rinde a ésta, la ambición asesta, la soberbia le hincha, la embriaguez le provoca, la envidia le pone a punto de romper con la paz que había logrado. Los celos le enfrentan con sus amigos… Entre tantos enemigos que cada día nos persiguen, entre tantos peligros que nos ponen en apuros, ¿habrá ya quién tenga susto de vivir sobre la tierra, expuesto a recibir las mortales heridas por la espada del demonio y que no desee marchar hacia Jesús? 

Dice Jesús: «En verdad, en verdad os digo, que lloraréis y os lamentaréis y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn.16, 20). ¿Quién no apetecerá estar sin tristeza? ¿Quién no se apresurará por gozar de esta alegría? Y el cuándo sucederá esta mudanza de la tristeza a la alegría, el mismo Señor lo declara: «También vosotros estaréis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar. Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en Mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero, ¡ánimo!, Yo he vencido al mundo» (Jn.16, 22.33).

Pues en ver a Jesucristo consiste nuestra alegría, y hasta que no lleguemos a contemplarle no habrá verdadera y profunda felicidad. ¡Qué ceguera de corazón, o qué amor a los trabajos, miserias y penalidades de este mundo! ¡Y no darnos prisa a entrar en el verdadero gozo que nadie podrá arrebatarnos. 

Todo esto proviene, queridos hermanos de nuestra falta de fe. Y porque ninguno cree en serio en las promesas de Dios. Nuestro Señor es la verdad misma, cuyas palabras son inefables para los que creen en Él. Si un hombre de bien y de probidad te prometiese alguna cosa, sin duda le darías crédito, sin creer que te engañaría, sabiendo que es fiel a su palabra empeñada. Y ahora, que es Dios mismo quién te promete el cielo, ¿estás incrédulo y dudoso sobre la realidad de sus promesas? Él te ofrece la inmortalidad cuando partas de este mundo, y aun así pones dificultad en creerle?  Verdaderamente esto es no conocer a Dios, es ofender a Jesucristo con el pecado de la incredulidad.

Hay que alegrase en vez de entristecerse de los que salen de este mundo, como nos lo recomienda el mismo Jesús: «Sí me amaras, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo» (Jn.14, 28). Dándonos a entender con esto que tendríamos que alégranos y no entristecernos cuando aquellos a quienes amamos se nos adelantan en el camino hacia el cielo.

El bienaventurado apóstol san Pablo, con razón escribía en sus cartas: «Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia» (Fil.1, 21). Por ganancia grande tenía, verse libre de los peligros del siglo, no hallarse sujeto a ningún pecado, ni a las pasiones de la carne, estar exento de penas y ahogos, haber escapado de los lazos del demonio, ir a gozar de la felicidad eterna, de estar con Cristo.

Es verdad, que espanta a algunos la furia de la peste que hace estragos igual entre cristianos que en paganos. Pues, ¿qué? ¿Para qué habrá creído el cristiano, para verse libre de males y gozar del mundo a todo su placer, como si no fuese su destino alegrase por siempre jamás en la otra vida, después de tanto sufrir en esta? Se espanta que la mortandad de este azote nos sea común a los demás hombres. Pero, ¿qué cosa hay en este mundo que no nos sea común a todos?

Así cuando la sequía arrecía, lo mismo es para uno que para otros. Lo mismo cuando las cosechas no dan su fruto, el hambre a nadie perdona. Mientras llevemos el peso de este cuerpo mortal, nos atormenta lo mismo a unos que a otros.

Si el cristiano entiende bien lo que profesa, también entenderá que quién tiene que luchar más con el demonio, ese mismo tiene que sufrir más. Como nos lo asegura la Sagrada Escritura: «Hijo, si te llegas a servir al Señor prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón, mantente firme, y no te aceleres en la hora de la adversidad. Adhiérete a Él y no te separes para que seas exaltado en tus postrimerías. Todo lo que te sobrevenga acéptalo, y en los reveces de tu humillación se paciente. Porque en el fuego se purifica el oro, y los aceptos a Dios en el horno de la humillación. Confíate a Él y él a su vez, te cuidará, endereza tus caminos y espera en Él» (Ecl.2, 1-6).

Lo mismo el santo Job, tras la pérdida de sus bienes, la muerte trágica de sus hijos, cubierto de llagas y gusanos, no fue vencido, ni pecó, ni profirió la menor insensatez contra Dios: «Desnudo salí del seno de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó: ¡Sea bendito el nombre del Señor! » (Job.1, 21).

Ni ante las quejas de su mujer sucumbió Job, ni pecaron sus labios: «Hablas como una estúpida cualquiera. Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar los males?» (Job.2, 10).

El mismo Señor le hace justicia preguntando: «¿No te has fijado en mi siervo Job? No hay nadie como él en la tierra: es un hombre cabal, recto, que teme a Dios y se aparta del mal» (Job.1, 8)”.

PARA CONVERSAR EN FAMILIA:

  • ¿Anhelamos de verdad el verdadero descanso después de tantas batallas?
  • ¿Nuestra gran alegría es llegar a ver a Jesús?
  • ¿La voluntad de Dios se cumple solamente en los bienes, cuando las cosas nos resultan bien? ¿o también en los males y adversidades?



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